Eli tiene 26 años y es profesora de Ciencias en un colegio de Beirut. Embarazada de seis meses, está feliz. El hecho de ser mujer de un policía libanés le permitirá tener a su hijo en un hospital, gratis. Además tendrá otras ayudas para cuidar de su bebé.
La sanidad y la educación non son gratuitas. Si quieres tener a tu hijo en un hospital, tienes que pagar. Vivir en el Líbano es duro si no se tiene dinero. La vida es difícil aquí, excepto para los ricos.
Eli es menuda y delgada. Lleva una gabardina negra y un pañuelo blanco anudado bajo la barbilla. Al principio está callada y observa, luego habla de su colegio, de las clases que da en inglés, de su embarazo, de la vida en Beirut. Se siente cómoda y vamos cogidas del brazo.
Caminamos por la Corniche, el paseo marítimo que recorre Beirut a lo largo de la costa.
Acabamos de visitar el campamento de Sabra y Chatila y estamos tristes y conmocionados por la miseria del campamento y la falta de esperanza que se respira allí.
La entrada al campamento está presidida por un gran cartel y dos humildes coronas que recuerdan la matanza de palestinos perpetrada por las milicias falangistas con la colaboración del ejército israelí en septiembre de 1982. Las milicias cristianas falangistas entraron a las seis de la tarde del día 15 y a las 11 de la noche ya habían muerto más de 300 palestinos. El ejército israelí, mientras tanto, tenía completamente rodeado el campo e iluminaba el mismo con grandes focos. Los falangistas no abandonaron el campo hasta el día 18 dejando tras de si cientos de muertos, muchos de ellos mutilados y algunos con la cruz cristiana tallada en sus cuerpos. Cifras de Israel hablan de 700 o 800 muertos. Según la BBC murieron 800 personas, entre ellos mujeres y niños. Un periodista israelí de Le Monde Diplomatique habla de 2000 muertos.
La ONU condenó la masacre y declaró que había sido un genocidio con 123 votos a favor y 22 abstenciones, de países como Francia, GB, EE.UU. e Israel.
Sabra-Shatila hoy no es un lugar de tránsito, es el destino final.
- Cuarenta y cinco años, me responde una anciana sentada delante de una tienda diminuta, iluminada por un candil.
Cuarenta y cinco años es el tiempo que lleva viviendo en Sabra y Chatila. Su familia ha quedado en Palestina, adonde jamás podrá volver. Su compañera, también sentada delante de la puerta, acepta ser fotografiada y sonríe. La tienda tiene algunos botes de refrescos, latas de conserva y golosinas.
El campamento es un conglomerado de callejuelas estrechas y viviendas con bloques de cemento. Lo provisional aquí es definitivo.
Muchas banderas y retratos de mártires. Chicos muy jóvenes, adolescentes, en posters colgados en las paredes.
Calles de tierra, críos jugando en la basura. Huellas de disparos y edificios destruidos.
La calle más ancha es el mercado. A uno y otro lado de la calle hay puestos con fruta, calzado, CDs de música, carne, ropa y, un puesto con perfumes de mil colores, porque también hay que soñar. Botellas adornadas con un corazón, frascos azules, rosas, amarillos, todos para rellenar perfume a granel.
Eli nos acompañó a esta visita con su marido, Alí.
Alí tiene 40 años y Elí es su segunda mujer. Está divorciado de la primera pero a él le gusta decir que tiene dos mujeres.
Charlamos las dos cogidas del brazo como amigas de toda la vida a pesar de la diferencia de edad. Yo tengo un hijo de más de 30 años y ella espera su primer bebé.
Eli habla un inglés perfecto. Le gusta su trabajo.
Me cuenta que, en verano, le gusta ir a la playa de mujeres.
- Es más cómodo, así me puedo sacar el velo.
Hablamos de nosotras, de nuestras vidas, de cosas de mujeres.
Los hombres caminan delante. Sospechan que están excluidos de la conversación.
En un momento Brais se acerca y nos dice:
- Estamos diciendo que nuestra madre es feminista y te estará convenciendo,
nosotros le decimos a Alí que si sigue hablando contigo, le va a tocar fregar.
nosotros le decimos a Alí que si sigue hablando contigo, le va a tocar fregar.
Alí es muy bueno, me dice Eli. Si estoy cansada y no quiero cocinar, dice:
- Deja, lo haré yo
Y si la comida no me sale bien, nunca me grita.
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